La extraña vida de Sosuke

Sosuke nació en Japón, a los dos años, pero rápidamente su padre diplomático trasladó a la familia completa a Sudáfrica. Ahí vivieron cuatro años. Lo único que recuerda Sosuke de aquel tiempo son las manos tibias de su maestra de violín posadas sobre su brazo izquierdo, indicando cómo mejorar la postura y cuánto presionar las cuerdas del instrumento con las tensas crines del arco. Sosuke no recuerda más nada de aquel mundo.

Volvieron a trasladarse, esta vez a Hong Kong. Sosuke asistió a un colegio internacional, inglés, de los que había desde el siglo XIX. Le hubiese gustado ir a un colegio en el que se hablara japonés, a su familia también le hubiese gustado, pero no fue posible. A los ocho años Sosuke comenzó a tener algunos problemas en el colegio, problemas que en su hogar no habían advertido. Pasaba alrededor de once horas de cada día en las aulas, luego volvía a casa, comía algo, se conectaba con su consola a la red y jugaba algunas horas más, luego cenaba en familia para ir a dormir temprano y al otro día recomenzar la rutina.

A Sosuke le gustaba mucho cuando iban con su madre a la costa, tomaban un pequeño barco y almorzaban en alta mar. Muchas veces soñaba con que ese barco sufriera algún desperfecto y en lugar de volver se tuviese que internar en el Océano. Sosuke soñaba con una catástrofe que lo sacara del ritmo apagado de sus días.

Un día sucedió. No vino desde afuera, la catástrofe estaba en él.


*


Una mañana lo llamaron de las oficinas de los directivos de la escuela, le hicieron algunas pruebas, lo pusieron a hacer ejercicios sobre una hoja, luego le pidieron permiso para hacerle un chequeo médico y hasta le extrajeron sangre. Esa misma tarde se comunicaron con sus padres y les solicitaron que se acercaran a la institución. Sosuke temblaba, no quería decepcionarlos.

La noticia fue clara. Habían detectado ciertos comportamientos anómalos y luego de una batería de tests habían decidido que lo mejor era que Sosuke viajara a Chelsea, donde se estaba armando un centro de investigación sobre el malestar que suponían estaba sufriendo el niño. Todos lo entendieron menos él. No sentía malestar alguno.

Las palabras del comité compuesto por directivos del colegio, un médico clínico, un neurólogo, un bioquímico y un epidemiólogo decidieron a los padres de Sosuke: no sólo corría peligro el niño, corría peligro la familia, la institución y la isla de Hong Kong entera. Lo mejor era que viajara cuanto antes. Esa misma noche la decisión estaba tomada. Se sentaron a la mesa los tres, ya con barbijos, y comenzó a hablar la madre.

—Pequeño Sosuke, más de una vez me has dicho que te gustaría ir más allá del horizonte. Creo que esta es tu oportunidad.

Y el padre continuó:

—Con un poco de suerte serás de utilidad a tu país y hasta a todo el planeta; en caso contrario, volverás sano y salvo a casa.


*


Sosuke no imaginó que habría un auto esperándolo un kilómetro antes de llegar al aeropuerto y que se tendría que despedir de su madre ahí. Tampoco había imaginado que su padre seguiría con su rutina laboral ese día. Antes de salir, la madre le preparó un bolso con ropa y él guardó por su cuenta el estuche del violín y una colección de mangas que lo acompañaban desde que sus abuelos habían ido desde Okinawa. Cuando su madre sacó el bolso del baúl y se lo pasó a sus nuevos escoltas, Sosuke advirtió algunos gestos confusos y cierta tensión en el rostro de ella. Ya no sabía qué esperar.

Se trataba de un auto militar, blindado y con una cabina separada en la que Sosuke viajaría solo hasta el aeropuerto. Al ver el avión, se entusiasmó. Se trataba de uno pequeño, de alta tecnología, que probablemente lo depositaría en Chelsea en muy pocas horas.


*


Así fue y al llegar advirtió con certeza que no se trataba de un aeropuerto comercial. Ese lugar en el que acaba de aterrizar era otra cosa. Había sólo dos pistas con aviones de alta tecnología y de pocos pasajeros. Un edificio de media hectárea y unas cinco plantas se distinguía después de un campo de hierba tierna. Desde la terraza del edificio, una torre extremadamente alta se disparaba hacia el cielo, con el aspecto de los elevadores de Hong Kong, vidriada, metálica, algo ovalada. La altura sería de unos doscientos metros. Desde la parte superior de la torre, se extendían tensores que remataban en unas enormes estacas de acero clavadas en la tierra.

El aeropuerto tenía un pequeño edificio para recibir a los pasajeros. Allí el corazón de Sosuke fue exprimido. Ni la despedida de sus amigos, ni de sus maestros, ni de su familia, ni la incertidumbre de no saber hacia dónde se dirigía, ni siquiera la amenaza de que su salud estuviese en peligro habían hecho tantos estragos en su sensibilidad como el momento en que entregó su bolso a una mujer sonriente para que lo depositara en un cubículo que lo pulverizó a fuerza de llevarlo a los dos mil grados Fahrenheit. La mujer dejó que el termómetro digital ascendiera hasta que pronunció:

—Enough.

Sosuke se quedó ahí, detenido, en blanco total. No entendía este gesto, ni la sonrisa, con su perfecto pelo rubio peinado hacia un costado y sus perlas blancas.


*


Meses tardó Sosuke en habituarse a su nuevo mundo. La primera semana fue de terror. Sometido a una larga batería de chequeos, Sosuke esperó lo peor hasta que ya dejó de esperar cualquier cosa. Finalmente le comunicaron que permanecería un año allá, que se lo comunicarían a sus padres, que lo mejor era mantenerlo en cuarentena porque si bien no encontraban mayores manifestaciones y él no podía advertirlas, los chequeos, las pruebas y los estudios de sus fluidos indicaban que, sin dudas, ya fuese en estado incubatorio o de forma recesiva, tenía aquello que temían. Luego de un primer mes de adaptación en soledad, lo incorporaron a la comunidad que se encontraba en cuarentena: unos cincuenta jóvenes de entre seis y catorce años, niños y niñas de las más diversas partes del mundo. La dinámica diaria era bastante parecida a lo que hubiese soñado para su colegio en Hong Kong: se combinaban actividades de todo tipo, desde entrenamiento físico hasta desafíos intelectuales, juegos, teatro, escritura, meditación, competencias de ingenio, ping pong.

Sin embargo, no se hallaba. Recién a los seis meses se animó a hacer un pedido, a tratar de hablar con alguien por fuera de su grupo de niños y niñas en cuarentena. Se acercó a uno de los coordinadores de actividades y pidió permiso para hablar. El permiso le fue concedido. Por primera vez expresó algo de lo que quería, algo de lo que pensaba podría aligerar sus días: un nuevo violín. El hombre respondió que en seis meses volverían a hablar y si tenía que pasar más tiempo en la institución, entonces él mismo se encargaría de conseguirle un violín en la mejor casa de música de Chelsea.

Cuando le entregaron como regalo de primer aniversario de su estadía ahí un paquete que evidentemente tenía un violín dentro, supo que seguiría viviendo allí. Lo que no imaginó es que se trataba de su violín. ¿Cómo podía ser? Si él mismo había visto cómo lo incineraban delante de sus ojos.

Ese día en Sosuke nació la sospecha. Por las noches dormía en un cuarto claro, de una asepsia formidable, solamente interrumpida por su cuerpo enfermo y por el violín que había quedado ahí, en su estuche, sin templar sus cuerdas, sin emitir un solo sonido. Violín mudo, niño enfermo.

Sosuke cada día bajaba las escaleras y se preguntaba cuándo trastabillaría, cuándo fallarían sus piernas, cuándo algo se saldría de lo normal. Por qué ninguno de los que vivían en ese edificio mostraba síntoma de nada. Por qué el personal muchas veces olvidaba las medidas de prevención. La falta de acción del mal latente que habían encontrado en él lo trastornaba.

A media altura, antes de terminar de bajar la escalera, Sosuke se preguntó durante casi todas las mañanas del segundo año cuándo pasaría algo, era demasiado joven como para anticiparse a los hechos y no veía venir todo lo que pasaría.


*


Para el segundo verano, cuando ya terminaba agosto, los subieron por primera vez a la torre. Se trataba de un elevador de una cantidad de metros nunca vista, aún para Sosuke que se había criado en Hong Kong. A medida que subía y subía se preguntaba qué habría sido de sus padres, que tanto tiempo hacía que no se comunicaban. También se preguntaba qué sería de sus días, ahora que parecía por fin salir de la rutina.

Fue a partir de ese día que empezó a pensar que no estaba mal vivir ahí. Cuando llegaron, su asistente lo dejó en una pequeña plataforma fuera de la cabina del elevador y volvió a bajar sin él.

Ahí estaba, un año y medio después de dejar todo su mundo conocido, solo, en una tarima a cientos de metros del techo del edificio en el que había vivido todo aquel tiempo. A la distancia, ese techo lo llamaba.

¿Qué pasaba con estas personas?, ¿lo habían dejado ahí con qué fin?, se preguntaba Sosuke: ¿vendría algún ave prehistórica y él era parte de un ritual, un sacrificio? o, al revés, ¿sería un tratamiento experimental propicio para su enfermedad?

A medida que pasaron las horas Sosuke terminó de perderse, ya no sabía quién era, no sabía qué hacía ni qué buscaban dejándolo ahí. El hambre y la sed fueron protagonistas por un tiempo. Después, una tristeza incontenible y unas ganas de llorar inmensas.

Después, nada.

Sosuke no supo si lo decidía o si sólo trastabillaba, lo cierto es que cayó en picada.

En los segundos que estuvo desplazándose, cada vez a mayor velocidad, hacia el suelo, Sosuke recordó la vibración que iba desde el roce de las crines con las cuerdas del violín hasta su tímpano y se preguntó en qué nota estaría ese sonido abrumador que sentía en sus oídos ahora que caía cada vez más rápido.

Despertó en el ascensor, mientras lo llevaban en una confortable silla de ruedas. Al verlo, se acercó uno de sus compañeros y le dijo: “Ahora ya sabemos por qué estamos acá”.

Lo esperaban con un pequeño banquete. Sosuke se quedó largo tiempo encerrado, como nunca, reinventando los mangas que ahora extrañaba y no había pedido pensando que era imposible que se los devolviesen. ¿Se los darían para cuando cumpliese su segundo año de estadía?

Una tarde, después de meses de estar fuera de la órbita de sus padres, los pusieron en contacto. Una telecomunicación estándar, como la que habían tenido tiempo atrás; técnicamente no cambiaba nada, sin embargo, sus padres estaban vestidos de gala y le decían que toda su vida habían esperado ese momento y que se sentían orgullosos de haberlo criado, que esa misma noche se iban a una cena en la que anunciarían sus logros. Que le agradecían por haberlos elegido y que estaban felices de que él hubiese sido parte de sus vidas. El padre estaba particularmente entusiasmado: “Finalmente valió la pena, Sosuke, yo no quería dejarte partir. Ahora falta poco. Adiós, Sosuke. No nos volveremos a ver.”


*


Sosuke se preguntaba una y otra vez qué había pasado: ¿había caído de verdad?, ¿de dónde venía el zumbido que tan felizmente había recuperado y le recordaba al violín?

Después de aquel episodio, la comunidad de jóvenes en cuarentena se abrió, empezaron a establecer lazos entre sí, contarse sus vidas, más allá de cumplir las actividades encomendadas por los asistentes. Entró en una espiral desconocida para él, la de la curiosidad, la del placer de conocer, de saber del otro, de sus lugares, de los gustos, de las vidas y las historias tan distintas que se escondían detrás de cada uno.

Él, que había vivido en dos lugares inverosímiles toda su vida, se divertía y apasionaba con los relatos de su amiga Amy, que venía de Queenstone, de Xavier que había nacido en Cataluña, de Marcelo que se había criado en Sao Miguel dos Milagres, de Catalina que había salido del desierto de Atacama, de Joss a la que la habían encontrado en Dallas, después de que sus padres vivieran en una comunidad itinerante y recorrieran desde Caracas a NY por años. Ni hablar de lo increíble que le parecía la vida de Iván, un niño belga hijo de padres rusos.

Cómo habían estado tanto tiempo callados, se preguntaba Sosuke y qué historias tendrían los otros para contar. De tanto hablar y compartir, algunos empezaron a recordar. Sosuke seguía emocionado con el zumbido que había escuchado y todos querían ir a la torre a escuchar ese zumbido. No se animaba a contarles que se había tirado, prefería decir que lo había escuchado en el viento, que a esa altura era fortísimo. Uno a uno sus amigos fueron llamados a la torre.

No duraron mucho las amistades. Sosuke buscó hablar con el personal del edificio pero nadie respondió. Pensó que querrían desarmar sus lazos, que por eso los estaban aislando. ¿En qué residía el peligro de que estuviesen juntos? ¿Qué buscaban? ¿Qué había pasado con sus padres?

Volvió a refugiarse en su violín. Al cumplirse los dos años no le entregaron sus viejos mangas. Sosuke se preguntaba si seguía siendo un niño. Una tarde lo comprobó: desarmó cada parte del violín y no supo reconstruirlo. Y no le importó.

Otra tarde, sin aviso, volvieron a subirlo a la tarima en el extremo del elevador.

Mientras subía, un brote de ira escaló a través de su cuerpo y al llegar a la cima tomó del abrigo a su asistente e intentó sacarlo del elevador, sin éxito.

No estaba dispuesto a pasar tantas horas como la última vez así que, en cuanto el asistente algo asustado hizo descender el elevador, Sosuke se arrojó sin dudarlo. Estaba dispuesto a atemorizar a su asistente aunque fuese lo último que hiciese. Mientras caía se preguntó si los recientes amigos que había dejado de ver habían terminado como él o si los habrían devuelto a sus hogares.

El sonido ensordecedor en sus oídos le volvió a recordar a su violín pero también le trajo a la mente algo anterior. Recordó una historia de su maestra. Dicen que los graves del violín son similares al sonido que escuchamos cuando descendemos a la Tierra, antes de que nos den el beso del olvido.

A partir de ahí tres imágenes se sucedieron, la memoria primitiva que se activaba antes del momento de la muerte: una comunidad de extraños seres para su visión actual de las cosas pero totalmente familiar para el niño que todavía era en el recuerdo, un viaje en letargo profundo con aquel zumbido en el oído, ese zumbido que tanto tiempo había buscado en las notas del violín y ahora se reactivaba con la caída, y por último, sus padres japoneses recibiendo un niño de unos dos años, emocionados hasta las lágrimas, en la puerta de un edificio gubernamental.

Educado de este lado del universo pensó en los momentos previos a la muerte y se preguntó: ¿sólo en estos segundos me es revelada la verdad?

En ese instante pasó por el costado del elevador que descendía. Tenía un testigo, ahora ya no podría confundir todo el episodio con un extraño sueño. Sin embargo, antes de que sus miradas se cruzaran ya estaba de nuevo sentado en el borde de la plataforma, con los pies colgando. A una distancia bien lejana, el tumulto de edificios de la zona urbana de Chelsea le recordaba dónde estaba.

La enfermedad era una coartada, cada uno de los niños en cuarentena estaba sano, siempre lo había sabido. Ahora estaba dispuesto a gozar de su buena salud.


*


Una brisa movió el flequillo de Sosuke, que seguía sentado en la plataforma, con los pies colgando y la mirada perdida en el horizonte. Supo que se había teletransportado y entendió que su comunidad biológica lo esperaba. Se preguntó si eso era lo que habían hecho sus amigos, volver a casa, porque esa torre era la plataforma que habían diseñado los suyos para estimular el recuerdo y la técnica: el recuerdo del lugar de dónde venían y la técnica para viajar.

Lo que no sabían sus padres biológicos o quienes fuesen los que lo mandaron a este planeta cuando todavía era un niño era que habían enviado un explorador que no estaba dispuesto a volver, un explorador de esos de tiempo antiguo, dispuesto a conocerlo todo y dispuesto a perderse en el camino, corriendo el riesgo de que el motivo de la exploración, volver a su recóndito lugar en el universo y contar lo que se vio y vivió, quedase perdido en un informe en blanco.

Había algo de él que extrañaba, pero qué era lo que extrañaba: ¿un pasado apenas recordado de aromas y sabores nunca vueltos a probar, en su mundo de origen?, ¿la niñez bajo el cobijo de sus padres adoptivos en Hong Kong?, ¿el violín y las manos de su maestra en Sudáfrica?, ¿los juegos con sus amigos en las consolas conectadas en red?, ¿los mangas?, ¿qué era?

Entonces, se sometió a un pequeño experimento: se teletransportó a una de las celdas de sus amigas. Estuvo pocos minutos, lo suficiente para hacerle algunas preguntas confirmatorias. Preguntas que activaron inmediatamente la memoria de Joss y la hicieron entrar en la inquietud total y a preguntarle cuándo le tocaría subir a la plataforma.

Sosuke respondió que no hacía falta la plataforma y así fue, en muy pocos segundos, Joss ya no estaba con él.

Solo, en la celda de su amiga, se preguntó quién era y qué tenía pendiente. Y con algunos juegos hipotéticos en su cabeza fue encontrando la respuesta: si bien había venido de otro planeta, no por eso dejaría de ser japonés ni de pertenecer a la larga y hermosa tradición de los samuráis y de los kamikazes, como le habían dicho muchas veces en Sudáfrica y en Hong Kong al conocer su nacionalidad, como le recordaron sus abuelos las pocas veces que fueron a verlo. Y qué tenía pendiente: volver a hacer sonar ese violín como ningún otro extraterrestre lo había hecho en la historia de la humanidad y de las especies alternativas que habitaron este planeta. Así que, ya en tono de chanza, se dijo:

—Este japonés cumplirá su destino de extraterrestre, explorará el planeta hasta las últimas consecuencias, saciará su curiosidad y, si lo invitan, tocará el violín en alguna orquesta de pueblo.

En su cuarto, guardó las partes del violín que había desarmado dentro del estuche y se preguntó si sería muy difícil conseguir un luthier que lo arreglase y lo hiciese sonar como antaño.

No soy un desertor, se excusó en silencio, iré hasta el final, pensó como quien manda un email y se comunica con alguien que está muy lejos.

En ese momento, la habitación quedó vacía. Sosuke estaba dispuesto a afrontar las consecuencias.